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Soy el indio (El Indio de Iguala)

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Desde los tiempos que no fueron contados por los hombres, entre los corazones de bosques, sierras, selvas y llanuras, mi piel indígena aparecía en la faz de la madre-tierra, para apuntar y engrandecer su presencia en las sagradas escrituras, como cascada de la vida que enaltece en medio de la gloria, por sus ejemplos de paz, cultura, humildad y de concordia.

Soy el indio… El aborigen… La raza de bronce, como el mar en medio del desierto, que inunda la razón  como el árbol que enraíza en campo fértil para seguir la vida, soy sangre que tiñe la historia de bizarría y celebración, por el canto, por el grito, por el alegre trino del encendido oriol  como verso que alegra el río, el sendero, la cantera y el sol.

Mi piel ha sido desgarrada por los tumultos de la soberbia, mi sangre fue regada por la ceguera de la ambición y mi honor sigue ultrajado por la sorda condena de la discriminación…

Mi historia quiere ser borrada por la hendidura de la traición y los lastres del olvido apuntan certeros al corazón del indio que gime y llora, las marcas de la destrucción.

Soy el indio…

El que llora y sufre, el que canta y clama, el que ríe y calla, el que va por las sendas de la paz, del trabajo y del honor, con la cara al cielo lleno de las bendiciones del dador,  que caza para vivir, que corta para construir, con la ropa del pescador como ha sido desde que el hombre es el hombre que puebla la tierra atendiendo las enseñanzas de su más grande y divino benefactor.

Soy el que combate digno… Ante los embates del canalla, que ultraja el bello campo donde vivo, hace centurias  dejando lastres, sequía, erosión, destrucción e inmundas vallas, de los que arrostran mares, montañas, cauces y picachos  para poner guardias, fronteras, muros y murallas, que convierten las aguas, el aire y la tierra, en hilachos.

En medio de la tormenta de la pérfida y malsana insidia,  de las destructoras mentes que imaginan atmósferas de cemento  con líneas bancarias para financiar destrucción y “progreso”, que arrase los surcos del maíz, del trigo y del viento para dar pasó a la seca y excrementosa leyenda de cuento del don dinero, del status y del elegante pudrimiento.

Soy el indio… El que ofrece su concierto, con las alas del aire, la belleza de las nubes y de las majestuosas cascadas del entendimiento… El que siembra y cultiva, el que riega la simiente de la luz,  del agua-viento, de la nieve y del juramento, como el manantial que ofrece su agua al caminante sin aclarar su piel, su faz, su credo y su acento.

¡Ya basta!… Sonó el grito libertario en su enunciación revolucionaria que, cargado de razón, se estrenaban en los mantos indígenas adonde nace la carne y los huesos de los pueblos originarios, donde crecen los flores del campo, de la alegría y del rocío en donde se encuentran nuestros muertos y se hallan nuestros niños, como signo eterno y perenne de las venas del labrantío.

Soy el indio…

Desde los tiempos que no fueron contados por los hombres, entre los corazones de bosques, sierras, selvas y llanuras, mi piel indígena aparecía en la faz de la madre-tierra, para apuntar y engrandecer su presencia en las sagradas escrituras, como cascada de la vida que enaltece en medio de la gloria,  por sus ejemplos de paz, cultura, humildad y de concordia.

Soy el indio…

Por Raúl Román

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