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Rudolf Nuréyev

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Muy pocos bailarines han seducido a la danza como Rudolf Nuréyev. Un hombre que desarrolló una técnica envidiable para elevar el lenguaje corporal, un mito que saltó de la miseria de su niñez al glamour de los escenarios más importantes del mundo, para imponer un estilo, una marca, un concepto capaz de estremecer a cualquier espectador más allá de los escándalos que protagonizó.

Como a la mayoría de los bailarines, la danza le coqueteó por primera como espectador. A los ocho años tomó su primera lección y recorrió un largo trayecto de entrenamiento en Ufá.

ENTRE EL ÉXITO Y EL EXILIO

Cuando la crítica francesa comparó a Nuréyev, de sólo 22 años de edad, con un gato que realizaba unos saltos deslumbrantes durante su actuación en La Bayadera, en la Ópera Garnier en 1961, tuvo lugar el episodio que transformó la vida de la leyenda de la danza. Después de que el KGB tomó la determinación de regresarlo a su país, por «mal» comportamiento, enamorado de Clara Saint, la novia del hijo de André Malraux, pidió asilo en suelo galo.

La prensa cultural de varios países calificó a Clara Saint como una heroína de la Guerra Fría, por haber impulsado a Nuréyev a pedir asilo y haber motivado a los inspectores franceses a reaccionar ante la brutalidad de los agentes rusos en el aeropuerto de Le Bourget, que a toda costa buscaban subir al avión al joven bailarín. Fue también el inicio de la eterna nostalgia de la patria. Fue hasta 1989, tres años después de obtener la nacionalidad austriaca, que Gorbachov le permitió visitar Rusia, para que Rudolf viera a su madre que agonizaba.

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EL SELLO NURÉYEV

Desde que el mundo conoció los magistrales saltos del bailarín, durante el solo de El Corsario, esa diagonal de saltos vascos en el aire, que hipnotizaba en una eterna alegoría de la levitación -que los periodistas de la época consideraron el sello personal de Rudolf- dio cabida a cientos de funciones en los teatros más importantes del mundo, donde miles de personas agotaban las entradas para ver al intérprete caer con suavidad y las piernas cruzadas como un buda.

El 2 de febrero de 1962, la historia registró en el Royal Ballet de Londres, el romance entre la primera bailarina Margot Fonteyn y Nuréyev; la famosa bailarina nunca quiso bailar con nadie más. Durante 26 años hicieron lo que quisieron en el escenario, fueron la pareja que más aplausos y ovaciones recibió en la historia de la danza, ella tenía 69 años y él 50, cuando se despidieron con Baroque Pas de Trois en 1988.

Rudolf hizo historia con Erik Bruhn, ambos coquetearon en las más inéditas interpretaciones al lado de Anna Pavlova e Isadora Duncan, desbordando la elegancia que los escenarios europeos no veían desde hacía cincuenta años con la leyenda de Nijinsky.

DEL BALLET A LA PANTALLA GRANDE

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El cautivante misterio de sus ojos, la intensidad de su triste mirada y la seductora arrogancia de Nuréyev, hicieron que su imagen fuera un imán para los directores de cine. En 1962, se presentó como estrella del séptimo arte en Les Sylphides (Las Sílfides). Interpretó a Rodolfo Valentino en la cinta de Ken Russell, en 1976, pero a Rudolf le hacía falta más que la expresividad de su cuerpo para la pantalla grande.

Internacionalmente conocido por sus escándalos y su amistad con grandes estrellas del rock y el arte, en la década de los setentas, el bailarín ruso participó en varios proyectos fílmicos y su figura irrumpió con un estilo y magia inigualables en Broadway, con el musical El rey y yo. Incluso algunos recortes de prensa dijeron que gracias a la aparición de Rudolf en el programa de televisión The Muppets Show, había proyectado internacionalmente a los famosos monos que ya estaban en crisis en la Unión Americana.

Nombrado director del Ballet de la Ópera de París en 1983, donde dirigía y bailaba, con la disciplina militar que tanto odio de su padre, que lo hacía ensayar rígidamente durante más de cinco horas al día, logró revolucionar el concepto coreográfico del siglo XX con algunas de sus puestas en escena, que desafiaban la capacidad técnica de cualquier bailarín.

EL DECESO DE UN MITO

El talento y el carisma del pequeño hijo de un tártaro musulmán, quien trató por todos los medios de arruinar la vocación de su hijo, lo llevaron a acumular una fortuna. Cuando el SIDA le ganó la batalla, Nuréyev, tenía casas en más de ochos países del mundo y era dueño de una isla en el Adriático.

Los alumnos y amigos del bailarín, director y coreógrafo, que vieron cómo durante sus últimos años de vida, esa extraña enfermedad arrebataba el glamour del cuerpo de Rudolf, narran las batallas que éste sostenía para elevar las piernas, saltar y dar giros, porque el hombre que cambió el amor por el placer, según sus propias palabras, tuvo miedo de perder su única pasión, el arte, por lo que nunca claudicó.

Nuréyev se despidió como los grandes, su valentía durante el período de enfermedad doblegó a sus detractores. En público el cuerpo se le veía desgastado, pero no el brillo de su mirada. En 1992, se despidió de toda escena pública en el Palacio Garnier de París, recibió la más larga ovación del público que el recinto haya conocido. El ministro francés de cultura, Jack Lang, le concedió el mayor trofeo cultural de Francia, el de Caballero de la Orden de las Artes y Letras. Casi tres meses después, París se vistió de luto con la muerte del mito de Rudolf Nuréyev.

Por Marta Lara Herrera –  DANZARTE / martalarah@yahoo.com.mx

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