Nació de noble cuna y esa fue su mala suerte. Por su gran linaje, junto con el ébano y la granadilla, formaba parte del selecto club: ‘Maderas tropicales finas’. Fue el hijo final de una gran familia de origen americano. Se llamaba Caoba y murió de una serie de hachazos que le hizo un ser supuestamente superior; su muerte fue lenta y cruel. Este día oramos por él.
Su familia de gran estirpe se formaba por siete tipos diferentes, cuyos colores oscilaban entre el marrón rojizo y el dorado. Caoba pudo llegar a medir setenta metros de altura y tres y medio metros de diámetro en el tronco recto y ligeramente acanalado, pero no se lo permitieron, los tajos mortales lo extinguieron a mediano crecimiento. Y hoy oramos por él.
Ayudó mucho a la salud del que fue su verdugo, produciendo del dióxido de carbono captado en sus hojas, el vital gas llamado oxígeno, gas que respira su verdugo, y tan importante que al combinarse con dos moléculas de hidrógeno se produce el vital líquido llamado agua. Pocos de la raza de su verdugo sabían que Caoba era una bomba hidráulica natural muy eficiente, ya que podía subir grandes cantidades de agua hasta su parte más alta por un fenómeno llamado ósmosis. Este ser viviente ya no podrá maravillarnos, como feto arrancado de su madre, a Caoba lo separaron brutalmente de su madre tierra. Y hoy oramos por él.
En un pasado ya lejano salvó la vida de milagro, cuando un ser de la raza de su verdugo incapaz de razonar, provocó un gran incendio para limpiar su terreno de cultivo y que al final fue difícilmente controlado. Con algunas de sus ramas quemadas pudo recuperar la salud. Ahora la fortuna no estuvo de su lado y hoy oramos por él.
En otoño mostraba una fabulosa imagen. Para aprovechar al máximo las reservas de agua, acostumbraba tirar sus hojas de tonalidad amarilla en ésta época del año debido a los carotenoides de las mismas, pues las hojas consumían mucho del vital líquido, y curiosamente, así desnudo podía soportar mejor los rigores del invierno. Ahora ya no tendrá que preocuparse por almacenar agua, o producir oxígeno, o mantener firme la tierra para evitar la erosión, o proporcionar sombra a un cansado viajero porque ya no está en este mundo. Y hoy oramos por él.
Niños y pájaros fueron sus compañeros frecuentes. A los niños, cuando Caoba tenía poca estatura, les permitía subirse a jugar en él y colgar sus columpios. A los pájaros les proporcionaba abrigo, descanso y lugar para colocar sus nidos. En las mañanas Caoba se divertía con el hambriento piar de los hijos de sus amigos los pájaros. Ahora, niños y pájaros lo buscan en los terrenos gravemente talados y desérticos. Y hoy oramos por él.
Su pariente pobre, el pino, está a punto de sufrir el mismo destino. El cedro, el encino, el oyamel, el álamo, el sauce, la parota, el nogal, el cerezo, el huje, el ahuehuete, todos, todos ellos presienten su cercano final y no pueden hacerse a la idea que su verdugo no comprenda que él morirá con ellos. Por eso hoy tristemente estoy dedicando a caoba esta misa de difuntos.
La sentencia la dio un líder de la raza de su verdugo, que quiso un gigantesco escritorio para su oficina, hecho de la carne de nuestro amigo Caoba. Uno de los lacayos del líder le dijo que Caoba era el último de su firme, majestuosa, apacible raza. Al atrevido le costó el puesto, el líder furioso gritó: ‘¡Acaben con todos estos seres dando más permisos para aserraderos, lo único importante en este mundo soy yo!’ En la actualidad nuestro fallecido amigo Caoba forma parte del mobiliario de la oficina del líder. Niños, pájaros y yo… Hoy seguimos orando por él.
Por Rafael Lobato Castro
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